Poema de Antonio de la Torre. Poema de la
siembra
En mitad
del potrero mañanero,
mi padre
labrador
dióme un
puñado de semillas rubias,
un puñado
de sol,
y
patriarcal y generoso, dióme
la primera
lección:
“Haz con el
brazo un círculo sereno,
ancho y
alucinado el ademán,
cual si
fueras a dar al horizonte
un abrazo
fugaz.
Abre un
solo barrote de la jaula,
un dedo
nada más,
el mismo
que se cierra en el gatillo
para herir
o matar,
y suelta
las semillas jubilosas
a volar.
Avanza
lento, acompasado, alegre,
lleno de
poderosa idealidad:
bajo tus
pies se escuchará el milagro:
la música
del haz.
¡Mira cómo
repican en la tierra,
con risa
cereal,
y corren
por los bordos y terrones
sin saber
dónde van,
o se quedan
dormidas en las grietas
donde la
noche está!
…Y se llama
al voleo
este modo
sencillo de sembrar
entregándose
en oro a la solana
que en oro
se nos da.
Cobra tu
brazo la noción del ala
y de la
inmensidad:
casi llegas
al cerro con la mano,
casi tocas
las crenchas del parral,
casi
estremeces la alameda alerta
y
trasciendes la nube que hay detrás.”
Sobre el
pecho yacente del potrero
arrojé las
semillas al azar;
semejaban
estrellas en la obscura
besana
elemental.
Detrás de
mí, la yunta hilaba el surco,
acompasada
y contumaz.
Una tonada
dulce de mi padre
renacía del
agro germinal.
Entonces
comprendí cómo se canta,
cómo se
siembra el pan:
con la
esperanza alerta
y el
corazón en paz.
Miré el
cielo redondo y asombrado,
lleno de
melodiosa claridad;
la tierra
estaba alegre y manso el viento:
¡era la
hora de la eternidad!
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